domingo, 6 de mayo de 2012

Llueve

Después de tres semanas de viento y sol , llueve. Mansamente, sin prisa, como la oveja que pasta al final del día, como el arroyo que fluye pendiente abajo.

    Escucho las gotas chocando contra el tejado de chapa y siento un anhelo de satisfacción frente al campo sediento . Por un instante el verde de la cebada se me antoja más vivaz. Y las flores más alegres y los árboles más hermosos, y la tierra toda menos árida y más agradecida. El campo tal vez  ahora es un enfermo que toma un caldo después de muchos días de ayuno.

    Llueve. Llueve con parsimonia. Llueve esperanza sobre el campo. La vida se hace más vida. La primavera más primavera y uno siente que algo renace, que en las yemas de los árboles y las cepas sucumbe el espíritu agreste de un invierno seco, que los brotes crecerán más y más hacia el cielo. Estamos apegados a la tierra, pero siempre miramos hacia el cielo.

    Llueve en medio del silencio. Llueve mientras crepita el fuego. Después de dos meses sin llover, casi es un acontecimiento. Y la novedad siembra la esperanza. Habrá cosecha. Habrá alegría y los campesinos bailarán contentos.

    Miro caer la lluvia, como tonto. Veo como, poco a poco, se van formando los charcos y discurre el agua calle abajo. Y pienso que hay algo de magia en la  lluvia. Es una bendición. Es una música de la naturaleza. Es un llanto alegre. Es un hontanar de vida.

    Si lloviese todos los días la lluvia sería molesta, odiosa. El barro nos anclaría los pies, nos agrisaríamos como las nubes  y todo nos parecería oscuro y sombrío. Pero aquí solo llueve muy de cuando en cuando y,  hoy, encallados en la sequía, la lluvia se torna el hijo pródigo que vuelve a casa, el maná que cae del cielo.

    La carencia pare la mayor felicidad. La larga ausencia provoca el mejor de los reencuentros. El placer inmenso estalla después  de un prolongado deseo. Y, del  mismo modo, la ansiada lluvia es oro líquido sobre la tierra enjuta, sobre el gasón áspero, sobre las grietas resecas de la tierra.

    Llueve y pronto la tierra será otra. Crecerá la hierba, los tallos de los árboles se harán ramas, de las matas de trigo y cebada brotarán espigas y los campos ondearán como un mar verde a merced del viento. Las amapolas se vestirán de rojo. Y el campo azaroso será la tierra nunca prometida porque en él nunca hay promesas ni sirven las predicciones. Y tampoco hay profetas que anuncien paraísos y verdes frondas.

    El campo es un tahúr que mira el cielo todo el tiempo. Y cuando tira los dados nunca sabe los dones que podrá engendrar. Y el campesino es un títere que danza a su albur, incapaz de dominar los caprichos del azar y la naturaleza. Es el hijo que sufre las veleidades de una madre loca.

    De repente deja de llover. Se retiran las nubes y en el azul limpio del cielo aparece un sol resplandeciente que todo lo deslumbra. Y, tal como vino, la lluvia se va. Mansa, débil. Así, hasta que hace una pausa y continua unos segundos y, finalmente, se extingue.

    Junto al rojo fuego, en silencio, me pregunto qué ignoto día lloverá de nuevo.